miércoles, 11 de abril de 2012

DE AUSENCIAS Y RECUERDOS


DE AUSENCIAS Y RECUERDOS


Alexander Nous


Con gratitud a tu memoria,
                          antes que se diluya de la mía.

                  Nací en el campo, en un pequeño pueblo que se agarra de las faldas de los verdes cerros precordilleranos de la zona central y termina de bruces en el cajón de un sinuoso río, cuyas aguas a veces café y otras verdosa, nacen en lo más profundo de la cordillera.  Es un reducido valle rodeado de cerros cortados solo por la cinta asfáltica, la que fue en años primeros, una huella de arrieros  y buscadores de minas o de algunos valientes que ilegalmente querían cruzar a la Argentina en busca de nuevos horizontes.
  “Crecí entre siembras de alfalfa, trigo y maíz del bueno;  maitenes, boldos y guayacanes, litres y añosos quillayes”
La casa en que crecí, era ya una vieja casa de gruesos muros de adobe, de altas piezas y techo de tejas resquebrajadas por el interminable golpeteo de la lluvia de tantos inviernos.  Sus ventanas no muy grandes, dejaban al sol entrar a hurtadillas y al viento a raudales; arrastrando en verano el aroma a hierbas frescas del huerto cercano y a tierra viva y húmeda en invierno.  Un largo y ancho corredor nacía a un costado; él  nos cobijaba del calor en verano y era el  almacén de las cosechas y centro de reunión en la limpieza de habas,  porotos y arvejas.  En invierno quedaba desolado y era ahí, cuando yo, en esos largos días,  sentado sobre alguna ruma de sacos veía caer la lluvia sobre el campo y pensaba…
Mi infancia y mis juegos se centraron en torno a la vieja casa.  Lo que más recuerdo, era cómo corría solo entre las siembras, el huerto, el  añoso bosque de pinos o alrededor de la casa; para luego sentarme, ya cansado, en el suelo de piedra pulida por el uso y el tiempo  del corredor.  Este no era un correr por correr... Yo viajaba. Dirigía el destino, tomando con mis dos manos a modo de manubrio un viejo aro de metal, sacado de alguna bicicleta en desuso. Con el tiempo, me di cuenta que no bastaba tan sólo con el viejo aro para dirigir el destino; me di cuenta que había otros factores que regían el destino y que estos en muchas ocasiones me serían dolorosos y marcarían mi vida...
Cuando fui por primera vez al colegio, descubrí que el mundo seguía mas allá de la pirca que rodea la casa.  Que había otras gentes, otros niños, además de los que me rodeaban.  Pero, lo que más me impresionó, fueron los cerros vistos desde la distancia.  Eran los mismos que veía siempre tan cercanos, tan míos. Eran los mismos que recorrí tantas veces, descubriendo  sus senderos o inventando los que no estaban.  Donde  me sumergía en sus olores, acariciaba de los árboles sus ramas; desde donde vi de lo alto el valle y mi casa.  Siempre fue una fiesta de aventura y que ya  no disfrutaba solo.  Y fue allí, dónde conocí lo que la vida y el futuro me deparaba…fue allí donde se me extravió en algún recodo parte de mi inocencia de niño; en donde, en alguna pendiente desconocida o una quebrada profunda cayó rodando... rodando mi viejo aro de metal, sacado de alguna bicicleta en desuso.
En los primeros años de mi vida, mi madre no me pudo criar.  Mi hermana mayor, Eugenia, suplió ese cariño que  acepte, desde un principio, cómo el de una madre.  Me acostumbré a su compañía diaria, hasta que un día  tuvo que salir a trabajar fuera de casa y ahí comprendí a mi temprana edad, lo que era la soledad y el esperar. Los días pasaban iguales y sólo se interrumpían cuando alguno de mis hermanos mayores, me decía que mi “hermana-madre” llegaría.  Y así, ese día me levantaba más temprano y me dirigía a mi lugar de espera, una pirca de piedra que enfrentaba la casa.  Me subía y desde allí, a mayor altura, podía ver el camino y  como no sabía la hora de llegada, estaba casi todo el día en mi mirador a la espera de mi hermana.  Cada vez se me hacían más distantes sus venidas y largas las esperas.  Un día, cuando le hice saber de mi pena ante sus ausencias tan prolongadas no me dio respuesta, tan sólo me dijo que aún me amaba, que cuando fuera grande entendería y que a modo de consuelo me traería zapatos la próxima venida.
…Llovió durante toda la noche.  La mañana estaba húmeda y helada; la nieve los cerros pintaba. En las grandes pozas de agua se reflejaban los árboles, los cerros, mi casa.  Llegaba mi “hermana-madre” y de temprano me senté sobre la pirca a esperarla... Cuando llegó, se sentó a mi lado. Acarició mi cabello como nunca,  dejó largo rato su mano en mi cara, me miró y sin dejar de mirarme sacó una caja y la puso sobre mis piernas. Me había traído los zapatos, yo estaba feliz.  Lo primero que hice fue querer probármelos y como había llovido y de tanto saltar charcos y pisar barro me había ensuciado los pies. Me los lavé  en una poza de agua de lluvia fresca y clara. Me senté en la pirca, dejé que se me secarán en el tibio sol que se dejaba ver entre las nubes que se alejaban. Esa mañana, junto a Eugenia, pasé largo rato balanceando mis pies para mirar mis nuevos zapatos que relucían de nuevos al sol. Me preguntó, como nunca, de todo lo que me había ocurrido desde la última vez que vino; me abrazo y yo me dejé arrullar mientras le contaba lo último que había aprendido, cual libro estaba leyendo, cuantas veces había subido al cerro y como un cuchucheo intimista y cómplice las veces que mis hermanos se habían portado mal. Largos ratos nos quedamos en silencio mirando la extensa y verde pradera que hay al otro lado del camino  los cerros del fondo que ya comenzaban a verdear.  Esa mañana, sin saberlo aún,  sería la última vez que en la pirca me sentaría a esperarla.
 Mi hermana tendría un hijo; de tanto ir y venir conoció un hombre. Reunió  a mi padre y hermanos en la vieja cocina de la casa. Como yo era el más chico y no estaba citado, sigiloso me senté en el peldaño bajo la puerta de entrada. Mi padre ya  era muy viejo y como patriarca, se instaló a la cabecera del largo mesón; mis hermanos de pie o sentados  se dispersaron dentro de la habitación. Mi hermana Estela, daba la  espalda a todos y  mientras colocaba unos leños,  reclamaba del descuido de dejar apagarse el fuego de la cocina. Se giró, llamó a su hombre el que en el acto apareció frente a la puerta. Yo le vi desde mi sitio, me parecía un gigante alto y corpulento  que a duras penas pasaría por el vano de la puerta. El me miro,  me sonrió,  acarició mi cabeza y se quedo ahí,  parado como una estatua de piedra. Ella, lo miró y  le sonrió. Miró a su padre y hermanos; se silenció un rato, respiró profundo y como queriendo tomar fuerzas de algún lado,  comenzó a hablar tan rápido y seguido que no dio  tregua para la réplica.
Sin dar más explicación les dijo que él era Benito,  que le amaba, que tendrían un hijo y que para ella era el hombre que más le conformaba. Que ya casi estaba vieja, que debía hacer su vida, que tenía que formar su hogar, por el crio que venía y por el hombre que amaba. Les dijo,  que ya era bueno irse de la casa, que para eso había más mujeres que los cuidaran. Que la decisión estaba tomada, que para eso era mayor y que partiría hoy mismo. Que al crio un vez nacido, lo vendrían a bautizar, como era costumbre y porque el Benito estaba de acuerdo, en la capilla del pueblo. Y que lo más importante de todo, era que a mí no me dejaría  de lado, que seguiría preocupada  de mí mientras mi madre no estuviera. Esa fue la única vez que Benito se movió; asintió con su cabeza  lo ultimo hablado por Estela.
Mi padre y mis hermanos en silencio, se miraban unos a otros sin decir palabra. El silencio era absoluto, nadie se movía; podría haber pasado una abeja por el corredor y se habría sentido su zumbido claramente dentro de la cocina. Estela comenzó a caminar hacia la puerta cuando mi padre saco el habla.
-Bueno pues hija, así son los "devenires de la vida…Como se dice: El casao, casa quiere pues…  Y si Benito es su hombre y quiere hacer casa con él,  que el  Dios le bendiga, que le vaiga bien y recuerde que  aquí tendrá siempre su casa"… Y nadie más dijo nada.
Al atardecer partió mi hermana. Después del encuentro en la cocina yo me quedé en el corredor  sentado mirándome mis zapatos nuevos. Desde mi lugar vi como se despedían uno a uno mis hermanos y mi padre de Estela y Benito. Yo al último, hice lo mismo. Corrí a su encuentro, me estreche una vez más a su cuerpo. Una vez más sentí la calidez de su abrazo. Me quedé un rato así con los ojos  bien cerrados como para poder volver a sentir ese halo de protección experimentado esas tantas veces en que llegaba a casa. La mano de Benito sobre mi cabeza me trajo a la realidad. Abrazó a Estela y a mí. Nos quedamos mucho rato así, hasta que las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer.
Nuevamente empezó  a llover, corrí a refugiarme bajo el corredor, no quería mojar mis zapatos nuevos. Desde mi refugio vi como lentamente el auto se perdía por el callejón que da a la carretera. Lo último que vi fue como las gotas de agua al golpear los focos de las luces traseras, creaban la imagen de pequeños destellos que saltaban y se perdían en el aire. No sé cuánto tiempo más estuve sentado ahí. El ladrido lejano de los perros y el último graznido de los patos me trajeron a la realidad. Ya las luces amarillentas de las casas cercanas estaban encendidas, las primeras estrellas que aparecen sobres los cerros que están enfrente de la calle comenzaban a titilar. Me paré y mire por última vez el callejón, ahora en penumbras y vacio… Y escuché en lo más profundo de mi corazón de niño que a pesar de todo, con el tiempo, el amor de madre tendría que dárselo a su hijo y a mí el de hermana.
Cuando ya tenía doce años, mi madre mejoró y volvió a casa; dentro de lo que pudo me comenzó a cuidar. De lo que más recuerdo de ella, era que antes de ir al colegio, me llamaba para peinarme.  Me atraía a su regazo con sus manos de mujer de campo, apoyaba mi rostro sobre su delantal blanco y olía, como si fuera hoy, los aromas a orégano, perejil fresco y ajo.
Mi otra hermana, María,  era la única que visita a mi padre.  Desde un principio lo hace por voluntad propia y sin mediar motivo especial.  Se va temprano y como una hormiguita, le arregla todo.  Le conversa, contándole de  los últimos acontecimientos del pueblo y de la familia; la llegada de los nuevos nietos, las enfermedades y de los que ya han partido. Quizás hasta le cuente un poco de ella y  ya cansada de tanto hacer, se sienta en una piedra bajo un añoso sauce que la protege en verano del inclemente calor.  Tal vez, en ese instante se queda  inmóvil, en silencio; mirando el entorno y pensando en ella.
En época de invierno reduce las visitas, pero muchas veces la hemos visto partir bajo el torrente de lluvia o el abrasador frío; no dándonos tiempo para impedírselo.  Nunca nos ha nacido acompañarla.  Da la impresión, al menos a mí,  que le resultaríamos acompañantes inoportunos.  Además ella hace, lo que a nosotros no nos interesa realizar a pesar de no tener ningún problema con nuestro padre. Mujer de su casa, al cuidado de mi madre; salía sólo para ir al trabajo o cuando visitaba a mi padre.  Marcaba fuertemente los pasos hacia una soltería casi impuesta y que  ya todos la dábamos por un hecho.  Pero un día, lo intuimos, sin que ella nada nos dijera, que había alguien rondando su vida sentimental.
Y fue allí probablemente, entre tantas subidas a ver a mi padre que le conoció.  Tal vez, sentada bajo el sauce le vio a hurtadillas trabajar; recorrerlo todo o subir y bajar la ladera del cerro mil veces.  Trabajaba ahí y todo dependía de él, nada se hacía sin que él tuviera participación.  A  mi hermana, que es de pocas palabras, un poco tímida pero de carácter fuerte, le debió haber costado dirigirle la palabra… Pero se atrevió.
Un invierno crudo, como esos que sólo se suelen sentir aquí, termino con parte del viejo sauce el que ya no le daría más sombra el próximo verano. Esto le permitió, por esas cosas del destino, poder hablar con él; tal vez para pedirle ayuda para reparar el daño dejado por la caída del árbol, y por ello saber que se llamaba Raúl. Al verano siguiente, ya no descansaba a la sombra del sauce.  El tiempo y el contacto  le habían dado la libertad de poder hacerlo en la pequeña habitación que Raúl  tenía, como casa de herramientas y lugar para protegerse de las inclemencias del clima.  Y ahí María se quedaba un rato a descansar después de haber estado con mi padre.  Desde ahí le miraba trabajar, cortar el césped o podar un árbol, cruzar de un lado a otro para ir a cavar la tierra en un lugar específico o reparar alguna de las construcciones, que por lo antiguas se han ido deteriorando.  Cuando pasaba cerca de María, se detenía para conversar, beber un vaso de fresca agua en verano o un cálido café en invierno.  Fueron muchas las largas tardes de conocerse. Él le contaba de lo interesante de su trabajo y  de cómo llegó allí.  Más joven, casi como jugando un  verano, cuando quería juntar dinero para sus estudios y poder viajar al sur. Lo más importante, le decía, fue  haber descubierto en este trabajo otra faceta del ser humano. La que se confunde entre el dolor de la ausencia definitiva, que se va diluyendo con el paso del tiempo para transformarse tan sólo  en un juego de recuerdos, y la aceptación de que todo, al final de cuentas, es parte de la vida. Le contó que lo que veía a su alrededor, de algún modo era su obra. Que aquel árbol estaba por tal motivo, ese jardín rodeado de piedras por tal otro; que los caminos los modificó casi todos, puso asientos donde no los había y lo que era antes una acequia ahora es un juego de caídas y fuentes.  ¿Por qué lo hacia? Para evitar el abandono de la gente, para sustentar la existencia.  Pero no lo logró. Pareciera que la vida debe seguir y este abandono se debía expiar tan sólo en contadas ocasiones.  Pero con el paso del tiempo, como que comenzó a entender lo que sucedía,  al final no queda nada.  Lo único rescatable es ahora, ¡lo que nos ocurra ahora!, le decía con entusiasmo a mi hermana.  Con el mismo entusiasmo que le contaba de lo generosa que es la tierra, que de igual modo se deja herir para el surco que recibirá la semilla como la cárcava de la última estadía. Eran interrumpidos estos diálogos para continuar con sus trabajos o  por la llegada de algún grupo de personas que requerían de la atención de Raúl.
Y mi  hermana cambió. Cambió para bien y fui yo quien primero se dio cuenta.  Se veía más alegre y despreocupada; decidió, al igual que mi “hermana madre”,  irse de la casa  y dejar a los otros hermanos la responsabilidad del cuidado de mi madre.  Necesitaba darle un nuevo sentido a su vida y ese nuevo sentido era junto a él y el hijo que esperaban. Y así mi hermana, se vio ya no tan sólo subiendo a ver a mi padre sino también a acompañar a Raúl a quien en algunas oportunidades ayudaba en su trabajo.
Aún me sonrío al recordar la cara que pusieron mi madre y hermanos cuando me preguntaron en que trabajaba Raúl y yo se los dije…Luego de un prolongado silencio, sólo  dijeron que lo último que  habrían pensado era que él, el hombre de mi hermana, trabajara allí…allí donde todos llegaremos algún día.
Pero llego el día en que, como un  sino familiar, yo también abandoné la vieja casona familiar. Un día que por última vez vería con los mismos ojos ese entorno tan habitual para mí. El juego de mis opciones me trasladó al  centro de la ciudad. Ya no esta la pirca para sentarse en las  tardes frescas, la verde pradera o los árboles al fondo; únicamente una pequeña terraza que cuelga del departamento de un décimo piso,  desde donde sólo veo ventanas y muros y  uno que otro escuálido árbol… y  viene la nostalgia a mi alma,  llena de ausencias y recuerdos.

Verano de 2005

sábado, 7 de abril de 2012

TAN SOLO


TAN SÓLO
Alexander Nous


A   Marie Claude,
amiga de tanto tiempo y tantas aventuras.

                        …Que eres lindo...que eres lindo –le dijo quedamente- a la vez que recorría  su rostro con las yemas de sus dedos. Le miraba y volvía a mirar; tratando de descubrir sus pensamientos en la profundidad de sus ojos oscuros;para luego, perder sus dedos entre su desordenado cabello, como delfines que juegan en las corrientes del mar. Vuelve a detenerse en sus ojos, deseando una respuesta, una señal que le diera la posibilidad de besar sus bien delineados labios, rodeados por la insipiente barba de un día…Y prontamente, con  sus ojos entornados, en la nebulosa de lo imaginable, recorrer con sus labios, su erguido cuello, el contorno de sus orejas hasta absorber la fragancia de  su cabello.  Palpar la estructura  de su pecho, deslizar sus manos por sus fuertes brazos y asirse a su cintura en un desgarro de pasión sin medida.
                         Pero no, tan  sólo le bastó con descansar su rostro sobre su pecho, llenarse de su aroma y adormecerse al ritmo de los latidos de su corazón y el acompasado  movimiento de su respiración.

lunes, 2 de abril de 2012

ESCRIBIR



“Escribir”


Alexander Nous




Que difícil me resulta escribir,
lo que un día por mi boca dijera,
y  que  fija tu mirada, escuchabas tú.

Ahora no sabré de tus gestos,
de la imagen de tu cara.

Los hielos se quebrajan
en el tibio alcohol…
Se quebrajan como mi alma.

Escribo, que caminamos juntos,
por la tierra soleada.
En línea recta,  sin quebradas.

Pensando en el hoy, en el futuro
o tan  sólo en  mañana.

Que largas se me hacían las horas
o los días para que tú llegaras.


Que largas se me hacen  las horas,
con tu ausencia forzada.

Y me vienen a la mente palabras,
que aún así, pudiste haber dicho
¡No es justo!... ¡Basta!
También en sus caminos,
pueden quedar mis pisadas.