sábado, 29 de junio de 2013

Las ilusiones





Hojas del árbol caídas,
juguetes del viento son.
Las ilusiones perdidas,
son hojas desprendidas,
del árbol del corazón.

Cuantas veces habremos recibido, leído y, tal vez, enviado estos versos a alguien.  Lo era muy común en nuestra etapa de colegio. Del autor de éstos, no tengo recuerdo de su  nombre, en verdad nunca lo he sabido; ojalá que en algún recodo de la Internet, un alma bondadosa haya subido ese dato. Los  poetas tienen la libertad de darle otro valor a las palabras, otro sentido; las hacen vivir y actuar dentro del desarrollo del verso.  Ayer, de vuelta a casa, el ambiente estaba tibio, había  dejado de llover y una ráfaga de remolinado viento comenzó a levantar a duras penas las húmedas hojas del parque. Eran las últimas, las rezagadas del ya ido otoño; de las curiosas que quisieron permanecer más tiempo asidas de alguna alta rama de los viejos encinos. Para ver quizá, las primeras nieves de la cordillera   o dejarse llevar, por última vez, por el húmedo viento de invierno.  Las amarillentas hojas,  las doradas hojas, comenzaron a revolotear por todas partes, a levantarse como mariposas sin alas, a elevarse cual volantín libre de ataduras de hilo, para  luego,  caer sobre los techos, al borde del camino; o  aquellas, volver a quedar tomadas de una que otra  rama. Otras como las de la foto, se parapetaron tras un arbusto, las ruedas de un auto o un tarro de basura. En este escenario y luego de tomar la foto, me vinieron a la memoria los versos que comparto.  Ambas situaciones las considero relacionadas con el evento de este fin de semana.
La Ilusión, es lo último que se debe perder, y aunque como primeros sinónimos tiene los términos Sueño, Delirio, Quimera; como primera acepción (sentido o significado), contempla los términos Esperanza, Confianza. Para que la Ilusión pase a ser una Esperanza sólo queda un solo paso. Tomar conciencia de que las cosas pueden cambiar, y para que ocurra que la Esperanza sea una realidad se debe  Actuar. Hacer uso del derecho del cual muchos luchamos en diferentes frentes por recuperar: La libertad de opinar, el derecho a discrepar, la reinstauración (abruptamente sesgada) de la Democracia, y por ende con el invaluable derecho a voto.  Muchos dirán que son los mismos de siempre, que están coludidos entre ellos, que  la  Democracia funciona hasta por “ahí no más” y que por último, quien salga igual tendré que trabajar al día siguiente. No dejan de tener en parte razón pero, la solución no está en quedarse en lo dicho, está en hacer uso del lapidario derecho a voto. El derecho que puede cortar de raíz la mala hierba que aún crece entre el maduro trigo. Dentro de todos y todas hay algunas luces de  Esperanza por los cambios. Tenemos una nueva oportunidad, no la perdamos, hagamos uso de ella, demos una nueva oportunidad. No nos dejemos adormecer por la enfermedad del consumismo (el sistema funciona por nuestra enfermedad).Por el temor a qué pueda pasar si exijo cambios; no al sistema de las frases del pasado: “ya nadie se come las guaguas” (y nunca lo hubo). No a la conformidad de un miserable bono, en vez de crear políticas de Estado que permitan vivir con dignidad.  No a que es imposible modificar la Constitución, no a creer que no pueda haber un mejor sistema de salud, una educación más igualitaria y de calidad (¿acaso no la hubo?). Un sueldo más merecido para todos, conforme sus responsabilidades  y en especial, más digno para  la base de la sociedad, la que sustenta el andamiaje social. Sólo por mencionar algunos, el obrero de la construcción, de la industria, el esforzado campesino, los pescadores, los maestros rurales, los auxiliares de la lejana posta rural, el que recoge  todos los días nuestra basura, etc., etc.  No nos dejemos engañar por esas amplias sonrisas de blanco acrílico. Por los que comen, sólo por ahora, sentados en un cajón frente a una mesa de tablas, un plato de porotos con mucho  zapallo y tallarines, los que se sacan la corbata para sentirse más cerca del trabajador, los que se ponen una chupalla en el campo central y luego en el sur, un pocho tejido por nuestros hermanos Mapuches; no nos dejemos engañar por los que, no teniendo argumentos, sólo difaman al  adversario. No se olviden que “el verdugo, nunca acorta el látigo”.

Hoy, somos como ese grupo de hojas arrimadas entre la reja y el Canelo (lo del Canelo fue una hermosa coincidencia). Prontas a la espera de una nueva ráfaga de viento que las lleve a nuevos derroteros. Donde sea posible que la Esperanza sea realidad, donde sea viable  elaborar una política de justicia social, donde sean posibles las reformas necesarias que los ciudadanos están pidiendo. Esa esperanza será  posible, si todos participamos con nuestro voto; de nodo que podamos decir mañana, aunque “no veamos la tierra prometida”, que fuimos parte de los que un día ayudaron a “abrir las grandes Alamedas por donde pasará  el pueblo…”

sábado, 14 de julio de 2012

LOS ANCIANOS


LOS ANCIANOS CUANDO HABLAN SOLOS

Alexander Nous

Los ancianos cuando hablan solos, no lo hacen porque estén locos. Realizan un acto que todos deberíamos ejecutar en algún momento: Conversarnos, decirnos las cosas a nosotros mismos, antes de divulgarlas. Tal vez muchas decisiones no serían erradas.  No es lo mismo pensar una idea o situación a decirla en voz alta y escucharse. Los ancianos cuando hablan solos, no requieren de público, porque se están contando el pasado o planificando el breve y  cercano futuro. A veces,  en parte sabemos lo que se cuentan, en otras  están tratando de modificar, al menos en palabras, el resultado de algún hecho perdido en el tiempo o finiquitar algo pendiente. Y es por ello que se lo repiten incansablemente: no debo olvidar que  mañana voy a… Mañana que nunca llegará. En el fondo de su ser, deben intuir que su tiempo aquí está por concluir. ¿Entonces, qué les queda? El pasado, como única realidad tangible, tan sólo en sus mentes, en su mirada perdida en un punto que nosotros no podemos ver; en el recordar lo que aún queda de ese libro abierto de resquebrajadas y amarillentas páginas que se van desojando lentamente. Pasado que es traído al exiguo hoy a través de la palabra.
Los ancianos cuando hablan solos, no están locos, vuelven a ser niños. Los niños se hablan y se cuentan lo que ven y como lo entienden a base de la información que traen y de la que ya están empezando a incorporar; con ello se hacen una visión general de su entorno…  Llenan el tiempo que les falta para ingresar con todas sus facultades activas al medio en que se encuentran, la vida.
Y los ancianos, ¿qué hacen? Recrean sus historias, tratando de dejarlas lo mejor adaptadas a la escena final; juegan con la fantasía de cambiar el pasado… Llenan el tiempo que les falta para retirarse del escenario de la vida.
Los ancianos, no están locos cuando hablan solos.



A medio otoño de un  lejano 2010.


martes, 15 de mayo de 2012

SIN DIFERENCIAS



Cuando no existen diferencias se puede estar tranquilo...incluso en el sueño.

A mis amigos ausentes en este estado

miércoles, 11 de abril de 2012

DE AUSENCIAS Y RECUERDOS


DE AUSENCIAS Y RECUERDOS


Alexander Nous


Con gratitud a tu memoria,
                          antes que se diluya de la mía.

                  Nací en el campo, en un pequeño pueblo que se agarra de las faldas de los verdes cerros precordilleranos de la zona central y termina de bruces en el cajón de un sinuoso río, cuyas aguas a veces café y otras verdosa, nacen en lo más profundo de la cordillera.  Es un reducido valle rodeado de cerros cortados solo por la cinta asfáltica, la que fue en años primeros, una huella de arrieros  y buscadores de minas o de algunos valientes que ilegalmente querían cruzar a la Argentina en busca de nuevos horizontes.
  “Crecí entre siembras de alfalfa, trigo y maíz del bueno;  maitenes, boldos y guayacanes, litres y añosos quillayes”
La casa en que crecí, era ya una vieja casa de gruesos muros de adobe, de altas piezas y techo de tejas resquebrajadas por el interminable golpeteo de la lluvia de tantos inviernos.  Sus ventanas no muy grandes, dejaban al sol entrar a hurtadillas y al viento a raudales; arrastrando en verano el aroma a hierbas frescas del huerto cercano y a tierra viva y húmeda en invierno.  Un largo y ancho corredor nacía a un costado; él  nos cobijaba del calor en verano y era el  almacén de las cosechas y centro de reunión en la limpieza de habas,  porotos y arvejas.  En invierno quedaba desolado y era ahí, cuando yo, en esos largos días,  sentado sobre alguna ruma de sacos veía caer la lluvia sobre el campo y pensaba…
Mi infancia y mis juegos se centraron en torno a la vieja casa.  Lo que más recuerdo, era cómo corría solo entre las siembras, el huerto, el  añoso bosque de pinos o alrededor de la casa; para luego sentarme, ya cansado, en el suelo de piedra pulida por el uso y el tiempo  del corredor.  Este no era un correr por correr... Yo viajaba. Dirigía el destino, tomando con mis dos manos a modo de manubrio un viejo aro de metal, sacado de alguna bicicleta en desuso. Con el tiempo, me di cuenta que no bastaba tan sólo con el viejo aro para dirigir el destino; me di cuenta que había otros factores que regían el destino y que estos en muchas ocasiones me serían dolorosos y marcarían mi vida...
Cuando fui por primera vez al colegio, descubrí que el mundo seguía mas allá de la pirca que rodea la casa.  Que había otras gentes, otros niños, además de los que me rodeaban.  Pero, lo que más me impresionó, fueron los cerros vistos desde la distancia.  Eran los mismos que veía siempre tan cercanos, tan míos. Eran los mismos que recorrí tantas veces, descubriendo  sus senderos o inventando los que no estaban.  Donde  me sumergía en sus olores, acariciaba de los árboles sus ramas; desde donde vi de lo alto el valle y mi casa.  Siempre fue una fiesta de aventura y que ya  no disfrutaba solo.  Y fue allí, dónde conocí lo que la vida y el futuro me deparaba…fue allí donde se me extravió en algún recodo parte de mi inocencia de niño; en donde, en alguna pendiente desconocida o una quebrada profunda cayó rodando... rodando mi viejo aro de metal, sacado de alguna bicicleta en desuso.
En los primeros años de mi vida, mi madre no me pudo criar.  Mi hermana mayor, Eugenia, suplió ese cariño que  acepte, desde un principio, cómo el de una madre.  Me acostumbré a su compañía diaria, hasta que un día  tuvo que salir a trabajar fuera de casa y ahí comprendí a mi temprana edad, lo que era la soledad y el esperar. Los días pasaban iguales y sólo se interrumpían cuando alguno de mis hermanos mayores, me decía que mi “hermana-madre” llegaría.  Y así, ese día me levantaba más temprano y me dirigía a mi lugar de espera, una pirca de piedra que enfrentaba la casa.  Me subía y desde allí, a mayor altura, podía ver el camino y  como no sabía la hora de llegada, estaba casi todo el día en mi mirador a la espera de mi hermana.  Cada vez se me hacían más distantes sus venidas y largas las esperas.  Un día, cuando le hice saber de mi pena ante sus ausencias tan prolongadas no me dio respuesta, tan sólo me dijo que aún me amaba, que cuando fuera grande entendería y que a modo de consuelo me traería zapatos la próxima venida.
…Llovió durante toda la noche.  La mañana estaba húmeda y helada; la nieve los cerros pintaba. En las grandes pozas de agua se reflejaban los árboles, los cerros, mi casa.  Llegaba mi “hermana-madre” y de temprano me senté sobre la pirca a esperarla... Cuando llegó, se sentó a mi lado. Acarició mi cabello como nunca,  dejó largo rato su mano en mi cara, me miró y sin dejar de mirarme sacó una caja y la puso sobre mis piernas. Me había traído los zapatos, yo estaba feliz.  Lo primero que hice fue querer probármelos y como había llovido y de tanto saltar charcos y pisar barro me había ensuciado los pies. Me los lavé  en una poza de agua de lluvia fresca y clara. Me senté en la pirca, dejé que se me secarán en el tibio sol que se dejaba ver entre las nubes que se alejaban. Esa mañana, junto a Eugenia, pasé largo rato balanceando mis pies para mirar mis nuevos zapatos que relucían de nuevos al sol. Me preguntó, como nunca, de todo lo que me había ocurrido desde la última vez que vino; me abrazo y yo me dejé arrullar mientras le contaba lo último que había aprendido, cual libro estaba leyendo, cuantas veces había subido al cerro y como un cuchucheo intimista y cómplice las veces que mis hermanos se habían portado mal. Largos ratos nos quedamos en silencio mirando la extensa y verde pradera que hay al otro lado del camino  los cerros del fondo que ya comenzaban a verdear.  Esa mañana, sin saberlo aún,  sería la última vez que en la pirca me sentaría a esperarla.
 Mi hermana tendría un hijo; de tanto ir y venir conoció un hombre. Reunió  a mi padre y hermanos en la vieja cocina de la casa. Como yo era el más chico y no estaba citado, sigiloso me senté en el peldaño bajo la puerta de entrada. Mi padre ya  era muy viejo y como patriarca, se instaló a la cabecera del largo mesón; mis hermanos de pie o sentados  se dispersaron dentro de la habitación. Mi hermana Estela, daba la  espalda a todos y  mientras colocaba unos leños,  reclamaba del descuido de dejar apagarse el fuego de la cocina. Se giró, llamó a su hombre el que en el acto apareció frente a la puerta. Yo le vi desde mi sitio, me parecía un gigante alto y corpulento  que a duras penas pasaría por el vano de la puerta. El me miro,  me sonrió,  acarició mi cabeza y se quedo ahí,  parado como una estatua de piedra. Ella, lo miró y  le sonrió. Miró a su padre y hermanos; se silenció un rato, respiró profundo y como queriendo tomar fuerzas de algún lado,  comenzó a hablar tan rápido y seguido que no dio  tregua para la réplica.
Sin dar más explicación les dijo que él era Benito,  que le amaba, que tendrían un hijo y que para ella era el hombre que más le conformaba. Que ya casi estaba vieja, que debía hacer su vida, que tenía que formar su hogar, por el crio que venía y por el hombre que amaba. Les dijo,  que ya era bueno irse de la casa, que para eso había más mujeres que los cuidaran. Que la decisión estaba tomada, que para eso era mayor y que partiría hoy mismo. Que al crio un vez nacido, lo vendrían a bautizar, como era costumbre y porque el Benito estaba de acuerdo, en la capilla del pueblo. Y que lo más importante de todo, era que a mí no me dejaría  de lado, que seguiría preocupada  de mí mientras mi madre no estuviera. Esa fue la única vez que Benito se movió; asintió con su cabeza  lo ultimo hablado por Estela.
Mi padre y mis hermanos en silencio, se miraban unos a otros sin decir palabra. El silencio era absoluto, nadie se movía; podría haber pasado una abeja por el corredor y se habría sentido su zumbido claramente dentro de la cocina. Estela comenzó a caminar hacia la puerta cuando mi padre saco el habla.
-Bueno pues hija, así son los "devenires de la vida…Como se dice: El casao, casa quiere pues…  Y si Benito es su hombre y quiere hacer casa con él,  que el  Dios le bendiga, que le vaiga bien y recuerde que  aquí tendrá siempre su casa"… Y nadie más dijo nada.
Al atardecer partió mi hermana. Después del encuentro en la cocina yo me quedé en el corredor  sentado mirándome mis zapatos nuevos. Desde mi lugar vi como se despedían uno a uno mis hermanos y mi padre de Estela y Benito. Yo al último, hice lo mismo. Corrí a su encuentro, me estreche una vez más a su cuerpo. Una vez más sentí la calidez de su abrazo. Me quedé un rato así con los ojos  bien cerrados como para poder volver a sentir ese halo de protección experimentado esas tantas veces en que llegaba a casa. La mano de Benito sobre mi cabeza me trajo a la realidad. Abrazó a Estela y a mí. Nos quedamos mucho rato así, hasta que las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer.
Nuevamente empezó  a llover, corrí a refugiarme bajo el corredor, no quería mojar mis zapatos nuevos. Desde mi refugio vi como lentamente el auto se perdía por el callejón que da a la carretera. Lo último que vi fue como las gotas de agua al golpear los focos de las luces traseras, creaban la imagen de pequeños destellos que saltaban y se perdían en el aire. No sé cuánto tiempo más estuve sentado ahí. El ladrido lejano de los perros y el último graznido de los patos me trajeron a la realidad. Ya las luces amarillentas de las casas cercanas estaban encendidas, las primeras estrellas que aparecen sobres los cerros que están enfrente de la calle comenzaban a titilar. Me paré y mire por última vez el callejón, ahora en penumbras y vacio… Y escuché en lo más profundo de mi corazón de niño que a pesar de todo, con el tiempo, el amor de madre tendría que dárselo a su hijo y a mí el de hermana.
Cuando ya tenía doce años, mi madre mejoró y volvió a casa; dentro de lo que pudo me comenzó a cuidar. De lo que más recuerdo de ella, era que antes de ir al colegio, me llamaba para peinarme.  Me atraía a su regazo con sus manos de mujer de campo, apoyaba mi rostro sobre su delantal blanco y olía, como si fuera hoy, los aromas a orégano, perejil fresco y ajo.
Mi otra hermana, María,  era la única que visita a mi padre.  Desde un principio lo hace por voluntad propia y sin mediar motivo especial.  Se va temprano y como una hormiguita, le arregla todo.  Le conversa, contándole de  los últimos acontecimientos del pueblo y de la familia; la llegada de los nuevos nietos, las enfermedades y de los que ya han partido. Quizás hasta le cuente un poco de ella y  ya cansada de tanto hacer, se sienta en una piedra bajo un añoso sauce que la protege en verano del inclemente calor.  Tal vez, en ese instante se queda  inmóvil, en silencio; mirando el entorno y pensando en ella.
En época de invierno reduce las visitas, pero muchas veces la hemos visto partir bajo el torrente de lluvia o el abrasador frío; no dándonos tiempo para impedírselo.  Nunca nos ha nacido acompañarla.  Da la impresión, al menos a mí,  que le resultaríamos acompañantes inoportunos.  Además ella hace, lo que a nosotros no nos interesa realizar a pesar de no tener ningún problema con nuestro padre. Mujer de su casa, al cuidado de mi madre; salía sólo para ir al trabajo o cuando visitaba a mi padre.  Marcaba fuertemente los pasos hacia una soltería casi impuesta y que  ya todos la dábamos por un hecho.  Pero un día, lo intuimos, sin que ella nada nos dijera, que había alguien rondando su vida sentimental.
Y fue allí probablemente, entre tantas subidas a ver a mi padre que le conoció.  Tal vez, sentada bajo el sauce le vio a hurtadillas trabajar; recorrerlo todo o subir y bajar la ladera del cerro mil veces.  Trabajaba ahí y todo dependía de él, nada se hacía sin que él tuviera participación.  A  mi hermana, que es de pocas palabras, un poco tímida pero de carácter fuerte, le debió haber costado dirigirle la palabra… Pero se atrevió.
Un invierno crudo, como esos que sólo se suelen sentir aquí, termino con parte del viejo sauce el que ya no le daría más sombra el próximo verano. Esto le permitió, por esas cosas del destino, poder hablar con él; tal vez para pedirle ayuda para reparar el daño dejado por la caída del árbol, y por ello saber que se llamaba Raúl. Al verano siguiente, ya no descansaba a la sombra del sauce.  El tiempo y el contacto  le habían dado la libertad de poder hacerlo en la pequeña habitación que Raúl  tenía, como casa de herramientas y lugar para protegerse de las inclemencias del clima.  Y ahí María se quedaba un rato a descansar después de haber estado con mi padre.  Desde ahí le miraba trabajar, cortar el césped o podar un árbol, cruzar de un lado a otro para ir a cavar la tierra en un lugar específico o reparar alguna de las construcciones, que por lo antiguas se han ido deteriorando.  Cuando pasaba cerca de María, se detenía para conversar, beber un vaso de fresca agua en verano o un cálido café en invierno.  Fueron muchas las largas tardes de conocerse. Él le contaba de lo interesante de su trabajo y  de cómo llegó allí.  Más joven, casi como jugando un  verano, cuando quería juntar dinero para sus estudios y poder viajar al sur. Lo más importante, le decía, fue  haber descubierto en este trabajo otra faceta del ser humano. La que se confunde entre el dolor de la ausencia definitiva, que se va diluyendo con el paso del tiempo para transformarse tan sólo  en un juego de recuerdos, y la aceptación de que todo, al final de cuentas, es parte de la vida. Le contó que lo que veía a su alrededor, de algún modo era su obra. Que aquel árbol estaba por tal motivo, ese jardín rodeado de piedras por tal otro; que los caminos los modificó casi todos, puso asientos donde no los había y lo que era antes una acequia ahora es un juego de caídas y fuentes.  ¿Por qué lo hacia? Para evitar el abandono de la gente, para sustentar la existencia.  Pero no lo logró. Pareciera que la vida debe seguir y este abandono se debía expiar tan sólo en contadas ocasiones.  Pero con el paso del tiempo, como que comenzó a entender lo que sucedía,  al final no queda nada.  Lo único rescatable es ahora, ¡lo que nos ocurra ahora!, le decía con entusiasmo a mi hermana.  Con el mismo entusiasmo que le contaba de lo generosa que es la tierra, que de igual modo se deja herir para el surco que recibirá la semilla como la cárcava de la última estadía. Eran interrumpidos estos diálogos para continuar con sus trabajos o  por la llegada de algún grupo de personas que requerían de la atención de Raúl.
Y mi  hermana cambió. Cambió para bien y fui yo quien primero se dio cuenta.  Se veía más alegre y despreocupada; decidió, al igual que mi “hermana madre”,  irse de la casa  y dejar a los otros hermanos la responsabilidad del cuidado de mi madre.  Necesitaba darle un nuevo sentido a su vida y ese nuevo sentido era junto a él y el hijo que esperaban. Y así mi hermana, se vio ya no tan sólo subiendo a ver a mi padre sino también a acompañar a Raúl a quien en algunas oportunidades ayudaba en su trabajo.
Aún me sonrío al recordar la cara que pusieron mi madre y hermanos cuando me preguntaron en que trabajaba Raúl y yo se los dije…Luego de un prolongado silencio, sólo  dijeron que lo último que  habrían pensado era que él, el hombre de mi hermana, trabajara allí…allí donde todos llegaremos algún día.
Pero llego el día en que, como un  sino familiar, yo también abandoné la vieja casona familiar. Un día que por última vez vería con los mismos ojos ese entorno tan habitual para mí. El juego de mis opciones me trasladó al  centro de la ciudad. Ya no esta la pirca para sentarse en las  tardes frescas, la verde pradera o los árboles al fondo; únicamente una pequeña terraza que cuelga del departamento de un décimo piso,  desde donde sólo veo ventanas y muros y  uno que otro escuálido árbol… y  viene la nostalgia a mi alma,  llena de ausencias y recuerdos.

Verano de 2005

sábado, 7 de abril de 2012

TAN SOLO


TAN SÓLO
Alexander Nous


A   Marie Claude,
amiga de tanto tiempo y tantas aventuras.

                        …Que eres lindo...que eres lindo –le dijo quedamente- a la vez que recorría  su rostro con las yemas de sus dedos. Le miraba y volvía a mirar; tratando de descubrir sus pensamientos en la profundidad de sus ojos oscuros;para luego, perder sus dedos entre su desordenado cabello, como delfines que juegan en las corrientes del mar. Vuelve a detenerse en sus ojos, deseando una respuesta, una señal que le diera la posibilidad de besar sus bien delineados labios, rodeados por la insipiente barba de un día…Y prontamente, con  sus ojos entornados, en la nebulosa de lo imaginable, recorrer con sus labios, su erguido cuello, el contorno de sus orejas hasta absorber la fragancia de  su cabello.  Palpar la estructura  de su pecho, deslizar sus manos por sus fuertes brazos y asirse a su cintura en un desgarro de pasión sin medida.
                         Pero no, tan  sólo le bastó con descansar su rostro sobre su pecho, llenarse de su aroma y adormecerse al ritmo de los latidos de su corazón y el acompasado  movimiento de su respiración.

lunes, 2 de abril de 2012

ESCRIBIR



“Escribir”


Alexander Nous




Que difícil me resulta escribir,
lo que un día por mi boca dijera,
y  que  fija tu mirada, escuchabas tú.

Ahora no sabré de tus gestos,
de la imagen de tu cara.

Los hielos se quebrajan
en el tibio alcohol…
Se quebrajan como mi alma.

Escribo, que caminamos juntos,
por la tierra soleada.
En línea recta,  sin quebradas.

Pensando en el hoy, en el futuro
o tan  sólo en  mañana.

Que largas se me hacían las horas
o los días para que tú llegaras.


Que largas se me hacen  las horas,
con tu ausencia forzada.

Y me vienen a la mente palabras,
que aún así, pudiste haber dicho
¡No es justo!... ¡Basta!
También en sus caminos,
pueden quedar mis pisadas.




domingo, 2 de octubre de 2011

NO TE AFLIJAS

                                                                                                                     



“NO TE AFLIJAS”


Alexander Nous



No te aflijas… No.
Cuando la ley de la vida diga que el tiempo se ha cumplido, no te aflijas en dejarme bajo el Quillay; bajo los viejos renuevos del añoso Quillay. Mira que de entre sus hojas, podré vislumbrar las estrellas esa noche o  ver al dorado círculo, aparecer entre los cerros por la mañana. Si es en primavera o florido verano, déjame ahí; para oler la flor del almendro y el pasto fresco bajo el rocío temprano. Y, si me quedo muy en silencio, podré oír el primer trino, o el último; el que da paso al grillo y su canto. Si es en otoño, el dulce otoño, el dorado, el inquieto otoño; de días de sol o tardes de oscuro cielo. No te entristezcas. Recuerda que para mi tiene un apacible significado; de resecas hojas caídas sobre ese parque ya tan lejano. No temas si llueve. Así es el invierno. Abre tu paraguas y corre; corre a refugiarte  en el viejo alero. Porque yo,  me quedo  para sentirla caer, por última vez, sobre mi inerte caja.  Enciende la luz, no bajes cortinas., que yo desde aquí, te estaré viendo. Y si colocas tus manos en el caliente tazón, porque es invierno, no te apenes de mi frío. Porque aunque tú no lo creas, aún así, estaré contigo en la casa como en otros tantos inviernos.



Finales del invierno de 2007.


EL MUELLE

 
“El  Muelle”

Sentado, a la orilla
del muelle vacio,
miro como el viento,
te aleja lento…lento.

Mientras las llamas del tiempo,
consumen velas,
                              mástiles y velero.
                             Pero no el recuerdo.



Alexander Nous